Por: Mario R. Fernandez
La Unicef manifestó: No existe teoría económica o ideológica que justifique, ni tan siquiera temporalmente el sacrificio en el desarrollo físico y mental que padece la infancia, porque para los niños no hay una segunda oportunidad”, dijo hace algunos años el Coronel Bessonart acerca de dos niños de la calle que murieron carbonizados en Montevideo, Uruguay.
“San Pedro Sula, capital industrial de Honduras, encendió en la Navidad pasada el árbol navideño más alto de América Central: un millón de luces multicolores y 28 mil adornos que terminaban en una estrella fulgurante a 32 metros de altura. Acompañado de los ejecutivos de la subsidiaria de Pepsi-Co (empresa que aportó los 26 mil 500 dólares que costó el arbolito), el alcalde de la ciudad dijo que ese regalo llenaría “de luz y esperanza a todo el pueblo”. Deseo que, seguramente, excluía a los 8 mil niños que sobreviven en las calles de las ciudades de Honduras ante la indiferencia y desprecio de la sociedad. Con 6,5 millones de habitantes, Honduras figura entre los países más pobres de América Latina, con 80 por ciento de su población debatiéndose en la mera subsistencia. Pero a más de la pobreza “en sí” de 1998 al 30 de abril de 2003, un mil 818 niños y jóvenes que viven en la calle han sido asesinados por escuadrones de la muerte”. (Diario La Jornada, Honduras mata a sus niños, en http://www.vocespara.org/).
Quienes hemos nacidos y vivido en Latinoamérica, o en otra parte del Tercer Mundo, tenemos en común numerosos testimonios sobre la pobreza, incluso si hemos estado entre los afortunados que se escaparon de sufrirla en carne propia, pues hemos estado inevitablemente en su presencia.
Mis recuerdos de niñez son de un pueblo del sur de Chile; pueblo que se extiende entre la ladera de un gran cerro –tiempo atrás arbolado y hoy desnudo, lentamente erosionándose por la completa tala de sus árboles- y de un río ancho y profundo llamado San Pedro. En los calurosos días del verano, la gente del pueblo, recuerdo, acudía a las orillas del San Pedro buscando su frescura. Como la mayoría de los pueblos del sur lluvioso, mi pueblo nació alrededor de la estación del ferrocarril, y su principal función económica era embarcar la madera acerrada de los cerros cercanos.
A pesar del tiempo transcurrido tengo memorias claras de mis primeros años en la escuela No.38, la escuela pública de mi pueblo. Allí aprendí, no sólo el silabario, sino que con otros niños comencé a aprender sobre la vida, la vida fuera de mi casa. Aquella escuela, que lucía aún nueva porque había sido construida hacía unos pocos años por aquel entonces, era el resultado de programas educacionales que quedaban aún de la época del presidente Pedro Aguirre Cerda quien gobernó Chile entre 1938 y 1941 con el principio “educar es gobernar.” Fue gracias a esta política que llegó la educación a los pueblos.
Recuerdo con claridad la campana de entrada a clases, sonaba con voz de autoridad anunciándo la orden de formarse en fila frente a la sala de clases para entrar. Recuerdo también que mientras esperábamos un poco ansiosos para entrar, bastaba con mirar al suelo para ver que muy pocos de mis compañeros de clase tenían zapatos, la mayoría de ellos estaban descalzos, sus pies denudos, endurecidos, maltratados por las piedras y espinas de los caminos me llamaban la atención.
Muchos de mis compañeros vivían en las afueras del pueblo y sus piernas, en los húmedos y fríos días de invierno sureño, tenían un color azuloso que sus pantalones cortos, sujetos por tirantes, no podían ni cubrir ni proteger. La mayoría de mis compañeros no usaba portafolio, en su lugar portaban un bolsón confeccionado rusticamente por sus madres con la bolsa de quintal de harina y un botón grande, botón de abrigo, que aseguraba el cuaderno, el lápiz y el trozo de pan de la merienda.
Así recibían la mayoría de mis compañeros de escuela sus primeras letras. Lo peor no era, muchas veces, las condiciones materiales de su aprendizaje, que eran de por si bien duras, sino la dureza que muchas veces enfrentaban hasta de los propios maestros. Los maestros más jóvenes eran generalmente más generosos pero habían algunos que eran catigadores y contribuían a la opresión que mis compañeros de clase sufría a manos de la autoridad. Estos castigos creaban para todos nosotros momentos amargos. Y estos maestros castigaban de preferencia a los niños pobres, muchas veces también los más rebeldes, pero que eran naturalmente los más desamparados, todo sin siquiera tratar de entenderlos.
En invierno los días lluviosos se repetían tanto que ya nadie los contaba, la humedad cubría cada rincón del pueblo y las goteras de agua helada penetraban fácilmente las humildes casas, las “mediaguas” en donde vivían muchos de mis compañeros de escuela. En sus hogares la vida era difícil, precaria, y muchos de ellos tenían que soportar también el abuso de sus padres, sus insultos y sus golpes. No es sorpresa hoy para mí, que la mayoría de ellos escasamente aprendiera algo; era pedirles demasiado siendo que estaban malalimentados, generalmente mal tratados y enfrentaban una vida muy dura. Sorpresivamente, muchos de nuestros maestros no veían esto, creo que pensaban que castigarlos los ayudaba a aprender.
Pasaron los años, desaparecieron los pequeños jugando al trompo o corriendo tras una rueda guiada por un alambre. Llegaron los hombres, unos de rostros duros y sufridos, los menos con mejor fortuna.
Los procesos sociales en Chile continuaban; pronto llegaron los años de Allende, el médico que luchaba en favor de mejoras sociales. Su nombre se hizo popular también en mi pueblo, trajo esperanza, trajo conciencia, como nunca antes, de los males que aflijían al país. Lamentablemente, como antes, la esperanza se frustró. Muchas voces han llamado a la liberación, muchos proyectos se han intentado, muchos luchadores han perdido sus vidas en la guerra por la justicia social, en parte por asegurarle a los niños –que son el futuro de cada pueblo- el trato que merecen y el derecho a su inocencia y a sus sueños.
Hace tiempo, estando todavía en Chile, volví a mi pueblo en invierno y pude ubicar a algunos de mis compañeros de clase. Emocionado al encontrarnos uno me contó que trabajaba en una carnicería del pueblo. Por él me enteré que muchos de mis compañeros vivían aún en el pueblo y vivían pobremente, de “changas”. Su suerte no había sido muy diferente de la de sus padres. La mayor diferencia es que sus hijos hoy usan zapatos, pantalones largos y ven en el pueblo televisión. Pero, siguen sumidos en la pobreza, que es una verguenza vivirla, y en una sociedad donde campéa la desconfianza.
Mis recuerdos de escuela revivieron en mi una mañana de septiembre en Cuba. Los niños cubanos con sus pañoletas azules y rojas, comenzaban las clases, y eran recibidos cariñosamente por sus maestras, en particular cariñosas con los más pequeños que por primera vez atendían la escuela. Era una mañana hermosa en La Habana, y la escuela estaba a apenas una cuadra de donde me hospedaba.
Esta imágen de la Revolucion cubana es la que tengo, la mejor quizás dirán ustedes, si la de sus niños alegres y confiados comenzando su año escolar. Que haya Cuba logrado esta proeza, histórica para Latinoamérica, no puede ser sino motivo de admiración, pero a veces parece fuera razón de tantos odios. Cuba no ha permitido que sus hijos, sus hombres del futuro, vivan en la ignorancia, en la indignidad de creerse incapaces o inferiores. En Cuba no hay niños esclavos en fábricas, ni en el servicio doméstico, ni en la delincuencia, ni en la prostitución, ningún niño queda abandonado y hay escuelas que tienen una maestra para dos estudiantes, en las lejanías de la Sierra. América Latina tiene 40 millones de niños en la calle, más de 100 millones en la pobreza -que alcanza a más de 1000 millones de niños en el mundo, tiene más de 200 millones de niños menores de 5 años mal nutridos y hay cientos de millones de niños sin escuela en el mundo.
¿Cuantos niños duermen en las calles de nuestras ciudades latinoamericanas? ¿Cuantos niños en completo abandono, aterrorizados, hambrientos? Son millones y es verguenza ignorarlo. Si el Socialismo les asegura alimentación, techo, vestimenta, escuela, atención, cariño y respeto y los prepara para enfrentar el futuro con dignidad, entonces el Socialismo tiene más validez que nunca.
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