El salario mínimo ha subido este año de 135 mil pesos a 144 mil, que podría alcanzar a 145 mil -¡qué diferencia!- si el crecimiento de la economía supera cierto rango. Un alza de 6,6 por ciento. Un año atrás, el gobierno lo había elevado en 5,8 por ciento.
El mayor aumento de 2007 no se debe a un cambio en la mano de Hacienda, ni en una alteración en el espíritu de la Concertación. Se trata de un simple cálculo que pone por delante -¡vaya novedad!- la macroeconomía: ha sido una proyección de mayor crecimiento económico, que, en otras y más sentidas palabras, significa que el gobierno prevé que este año las empresas ganarán más.
El léxico que surge del Ministerio de Hacienda y reproducen los medios, califica como una “negociación” a este reajuste; en teoría surge desde los gremios, pasa por Hacienda, supuestamente se discute y se refrenda, finalmente, en el Congreso. El trámite, sin embargo, es bastante más simple. Hay sin duda un ejercicio ritual, que se realiza cada año. Se inicia con una propuesta de la CUT recogida no sin indiferencia por Hacienda. Lo que sale del edificio de Teatinos es, en el fondo, la verdadera propuesta, que no considera en nada las demandas o sugerencias de los trabajadores. Lo que llega al Congreso es un proyecto preaprobado, como aquellos créditos bancarios que requieren finalmente de pocas horas para su sanción.
Este ejercicio, que se ha repetido cada año desde la década pasada, refleja la triste realidad no sólo del mundo laboral chileno. Revela también la brecha abismal entre los representantes de los ciudadanos, instalados y bien apernados desde hace más de una década en los poderes ejecutivo y legislativo, y la propia ciudadanía. Ese inútil rito, que aún llaman “negociación”, no alcanza a serlo porque para cualquier negociación ha de haber al menos dos actores con poderes más o menos similares. Como bien se sabe, ni la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), ni la gran masa laboral, fragmentada y poco organizada, tienen verdadero poder negociador. Con un gobierno y unos legisladores que tienen sus intereses puestos en otros ámbitos, no ha de extrañar que el salario mínimo se mantenga desde hace años como un ingreso ínfimo que no alcanza a solventar las necesidades mínimas de un trabajador ni, claro está, de su familia.
El gobierno utiliza para el cálculo del reajuste, entre otras variables, el crecimiento de la economía, que este año apuntaría hacia un seis por ciento. Pero este indicador dejó de ser hace muchos años una guía para estimar el bienestar de las personas. Si los ingresos de los chilenos hubieran aumentado al ritmo que ha crecido el producto desde comienzos de la década pasada, viviríamos otra realidad. Porque es bien conocido que este crecimiento ha sido sin equidad: un fuerte aumento de las utilidades para las empresas y un magro beneficio para los trabajadores. La equidad requiere de una voluntad política que no ha existido. Tampoco ha funcionado la teoría del rebalse, el argumento -falaz como el que más- de promoción de las bondades del libre mercado. Lo que ha operado es una transferencia de riqueza desde la ciudadanía hacia una minoría representada por la gran empresa privada. Un trasvasije de los recursos, del trabajo, de la riqueza, del esfuerzo en suma, desde la ciudadanía en su conjunto hacia las elites, hacia los poderes fácticos. Un proceso que va desde los pobres hacia los ricos, que son, como se sabe por las estadísticas, cada vez más ricos.
Las ganancias de la gran empresa chilena han sido sobresalientes durante los últimos años. Basta mirar los resultados de las compañías mineras, de las dedicadas a los recursos naturales y servicios para comprobar que las tasas registradas en el movimiento del producto chileno están estimuladas por la energía financiera de estos grandes conglomerados. Durante el primer trimestre del año en curso empresas como Minera Escondida, Empresas Copec, Celulosa Arauco, AntarChile, Banco Santander, Cencosud, Enersis, CAP y Falabella, entre otras, aumentaron sus utilidades entre un nueve por ciento (Santander) y un impresionante 380 por ciento (CAP). De todas las ganancias que tuvieron las más de 600 sociedades anónimas inscritas en la Bolsa de Comercio de Santiago, un 94 por ciento de ese incremento lo acaparan exclusivamente diez sociedades que, a su vez, representaron el 47 por ciento de las ganancias del total de empresas del país, según explica un informe de Cenda.
El gobierno, los economistas liberales, las cúpulas del gran sector privado agrupadas en la CPC y la Sofofa y, en fin, todos aquellos que han acogido, impulsado y cautelado en Chile la matriz neoliberal, argumentan que un incremento del salario mínimo perjudicaría a la pequeña y mediana empresa, que es la que produce la gran mayoría de los empleos en Chile, muchos de ellos, hay que recordarlo, con ingresos mínimos. Pero este argumento es relativo y bastante espurio. El gran obstáculo para el desarrollo de las pymes en Chile no es el aumento de los costos laborales ni menos el salario mínimo, sino la competencia brutal y desleal de las grandes corporaciones. La plena entrega al laissez-faire de todas las áreas, geografías y sectores, es lo que ha conducido a una pérdida de las cuotas de mercado que tenían las pymes, las que han pasado a engrosar el negocio de la gran empresa. Un fenómeno que hoy no sólo está presente en las áreas productivas y exportadoras, sino también en los servicios, como en el comercio, donde incluso busca los espacios que tenían los pequeños almacenes de barrio. Un proceso sin duda cruel, amparado por la cínica neutralidad del mercado y de sus oficiantes, que es el causante del desempleo, la precariedad laboral, la debilidad y desaparición de las pymes, los bajos salarios y el deterioro de la calidad de vida.
Si no existe un real interés por las más débiles unidades económicas, no puede tampoco haberlo por las personas y los trabajadores, que sólo pueden optar a recibir “la red de protección social” cuando se hallan en o muy cerca de la miseria. Por increíble que parezca, en Chile un trabajador que percibe el ingreso mínimo está muy lejos de poder optar a esa red de protección social, y ha de entrar a competir en las intrincadas y difíciles redes del mercado. Aproximadamente un 30 por ciento de los trabajadores chilenos perciben el salario mínimo, en tanto más del 50 por ciento está bajo la cota de los 250 mil pesos. Con estas cifras, el ingreso promedio de los trabajadores en Chile está en un rango de 300 mil pesos.
El primer quintil más pobre no llega al cuatro por ciento de los ingresos totales, en tanto el quinto quintil, el más rico, obtiene casi el 60 por ciento, lo que obviamente determina la capacidad de consumo en una sociedad que cada vez más ha puesto todas sus aspiraciones al servicio del mercado y el consumo. La mala distribución del ingreso en Chile, que según estadísticas oficiales coloca al país dentro de los más desiguales del mundo, no se corregirá a través de subsidios a la extrema pobreza -vale recordar que para el gobierno no es pobre quien tiene un ingreso superior a 43 mil pesos- sino mediante el trabajo. Con un salario mínimo de 144 mil pesos, que en no pocos casos es un ingreso familiar, no hay modo de mejorar la calidad de vida ni la distribución de los ingresos. Con ese nivel de salarios, el mercado laboral, el trabajo mismo, es un reproductor de la desigualdad y de la pobreza.
Esta abismal brecha en los ingresos ha llevado a crear una cúpula económica y política que forma aquel quinto quintil. Un “primer mundo” que se alimenta del tercero: es como un gran campo de golf en medio de un descampado. Partamos por la dieta de los senadores, cuya base de cinco millones 500 mil pesos es equivalente al sueldo de un ministro de Estado. Pero se eleva a casi quince mi-llones con las asignaciones y asesorías varias. Vale decir que un senador gana 104 salarios mínimos. Un obrero con salario de 144 mil pesos, tendría que trabajar 8,6 años para igualar el ingreso que en un mes alcanza un parlamentario. El ministro de Haciendo gana 38 salarios mínimos y un obrero debería trabajar más de tres años para igualarlo. Y si es así en la elite política, por cierto que también lo es en la privada.
Un estudio estableció que los gerentes de las empresas chilenas tienen el más alto nivel de compra comparado con sus pares latinoamericanos, con un ingreso promedio cercano a los cuatro millones de pesos. Sin embargo, estos cargos pueden llegar a un promedio superior a los siete millones mensuales en las empresas grandes y a cifras cercanas a los quince millones para los altos ejecutivos. Y si este es el salario de los gerentes y administradores, en los dueños del capital y directores de empresas los números superan la imaginación de cualquier trabajador chileno.
Ante esta abismal brecha entre la opulencia y la miseria, que es una vergüenza nacional amparada por los sucesivos gobiernos de la Concertación, hay voces que surgen desde la ética. Monseñor Alfonso Baeza Donoso propuso hace años que así como existe un salario mínimo, debiera establecerse un salario máximo.
Tras el débil maniobrar de la CUT y los desequilibrios en la “negociación”, surge la necesidad de fortalecer las organizaciones sindicales y recuperar la identidad colectiva histórica del trabajador. Sólo con el fortalecimiento de estas instancias, su “empoderamiento”, su capacidad de lucha, será posible hacer demandas que no sólo sean escuchadas, sino otorgadas. Sólo así podría acabar este rito de falsas negociaciones
PF
(Editorial de “Punto Final” Nº 642, 29 de junio, 2007)
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